FIA Killed the Rally Star (Parte 1)



¿Alguien recuerda en qué carrera se coronó al campeón de rally de 2012? Pudo ser al principio, pudo ser al final, pudo ser a la mitad de la temporada. Nadie lo recuerda, o tal vez a nadie le importó. Y es que no se necesitó ser clarividente para predecir que Sébastien Loeb iba a ser por enésima vez consecutiva campeón. La cuestión fue meramente un trámite. Mientras el título del alsaciano se firmó entre bostezos, la categoría reina del automovilismo, la Fórmula Uno, ardía en emoción y se llevaba todos los ojos y titulares en el mundo de la competición en cuatro ruedas.

En teoría, el WRC (World Rally Championship, o Campeonato Mundial de Rally para los menos bilingües) es la segunda categoría automovilística en importantancia después de la Fórmula 1. Y si bien algunos se rasgarán las vestiduras a favor de NASCAR, la Indycar, o la recién concebida WEC (que incluye las 24 Horas de Le Mans), la tradición y espíritu de competición global del WRC lo elevan al segundo escalón del podio entre las categorías del automovilismo a nivel global. Y es precisamente eso lo que hace la situación tan preocupante: la segunda competición entre automóviles y pilotos más importante del mundo no despierta más que bostezos. La prensa ha relegado al mundial de rally a esquinas recónditas, opacado por las épicas batallas entre Vettel, Alonso. Hamilton y Button.

¿El malo del paseo? Loeb ya ni sonría cuando gana.
Echarle la culpa a Loeb es fácil, extremadamente fácil. Tan fácil como fue culpar a Schumacher y el aplastante dominio de su Ferrari por ahuyentar a la audiencia de la Fórmula 1 a principios de la primera década de 2000. Es sencillo pero injusto e inexacto. Sería tonto culpar a Loeb, culpar a sus precisas manos o culpar su talento casi telepático para hacerle saber a sus ingenieros la configuración perfecta para su Citroën. Al fin y al cabo para eso le pagan, para ganar absolutamente todo. Otros por su parte culparán la falta de rivales, y las cifras del piloto francés podrán sustentar esta teoría. Sin embargo no es justo subestimar a grandes rivales que han compartido carretera con Loeb. Rivales de la talla de Grönholm, Solberg, Rovanpera, Panizzi, Sainz, Hirvonen, Latvala, McRae, Martin, Burns, y el mismo Ogier, quienes no pudieron evitar su seguidilla de triunfos a pesar de su inmenso talento.

Entonces, ¿de quién es la culpa? Antes de lanzar acusaciones hay que saber que el rally es una competición diferente y única en el mundo motor. No hay sobrepasos, no hay rueda a rueda, no hay partidas colectivas, no hay lucha directa, no hay intercambios de pintura. La competencia en sí es distinta y la forma de experimentarla por parte de los aficionados no tiene nada que ver con la clásicas carreras de autódromo. Para ver rally, no es cuestión de sintonizar el canal apropiado y en término de una tarde devorar de principio a fin un rally. No señores, la teleaudiencia solo se puede conformar con ver un resumen en diferido de lo mejor de cada jornada, y nada más. Y a diferencia de otras categorías, a los asistentes al evento no los esperan unas suntuosas graderías con una vista privilegiada. Las colinas son los únicos asientos disponibles que permiten a los aficionados respirar el polvo levantado pocos metros más adelante por parte de sus ídolos, ídolos que tristemente solamente verán pasar una sola vez.

Y siendo el rally una competencia tan única, los fanáticos lo disfrutan de una forma especial, muy distinta a una Fórmula 1, NASCAR, Le Mans, o competencias de turismos y gran turismos. Acá no hay KERS ni DRS que ‘mejoren el espectáculo’, ni neumáticos degradados artificialmente, ni reglas improvisadas. Es por ello que es imposible intentar mejorar el WRC de la misma forma que la FIA lo ha intentado con otras categorías como la Fórmula 1 o el WTCC. En el caso de ésta última, los cambios que impuso la FIA ahuyentaron a los constructores importantes en una categoría que apenas se estaba re-consolidando y que ahora está moribunda y con un futuro incierto, a merced del monólogo que los japoneses de Honda puedan presentar, frente a equipos privados con autos de temporadas pasadas. 

El WRC es una república independiente en el mundo del automovilismo, una república rebelde con millones de adeptos, y tratar de regirla con las reglas del resto de competiciones es prácticamente imposible, so pena de matarla. Y es que en teoría el WRC no debería tener atractivo para los aficionados que no pueden seguirla en televisión ni apreciarla cómodamente in situ. Sin embargo, sorpresivamente tiene una férrea fanaticada que profesa un culto profundamente instalado en sus corazones. ¿Por qué? Simple, a pesar de no poder ser experimentado directamente, el rally es la competición más cercana a cualquier aficionado al automóvil.

Los autos de WRC están basados en vehículos de calle que cualquiera con un presupuesto sensato puede comprar en su concesionario más cercano. Y además transitan vías en las que cualquier aficionado puede conducir legalmente el resto del año. En WRC no se puede seguir en vivo en TV, pero se puede vivir en la realidad... más o menos. El rally llena esa fantasía de todo conductor apasionado que busca una vía sinuosa y vacía para poder exprimir hasta la última gota de rendimiento de su vehículo. El único rival es el reloj, no se necesita nada más.

Una verdadera leyenda del rally: el Lancia Delta S4.
Pero esa fantasía no acaba allí. Porque a diferencia de otras categorías del automovilismo, en el rally las leyendas no son los pilotos, son los autos. Y no es por ignorar a íconos como Ari Vatanen, Juha Kankkunen, Walter Röhrl, Carlos Sainz, Colin McRae, Tommi Mäkinen o el mismísimo Sébastien Loeb; pero cuando un aficionado piensa en el mundial de Rally, se vienen a su cabeza imagenes del Lacia Delta S4, el Audi Quattro, el Lancia Stratos, el Subaru Impreza o el Mitsubishi Lancer, muy por encima de los rostros de los pilotos anteriormente nombrados. Porque son precisamente esos automóviles los que alimentan la fantasía del aficionado de poderlos comprar sin quedar en la quiebra, y conducirlos por la carretera más cercana para experimentar así sea de forma atenuada, lo que los grandes pilotos sienten detrás del volante.

Sin embargo, esta dinámica romantizada que sigue el WRC debe tener una mística, un equilibrio perfecto que permita que los corazones de los aficionados latan a mayor velocidad, que se reemplacen los bostezos por gritos de euforia y que, eventualmente, se traducirán en ventas de autos. Y con medidas como la reducción de cilindradas, potencia, consumo y emisiones se logra todo lo contrario: ahuyentar las marcas interesadas en participar en el WRC. Y no digo que no sea correcto tener consciencia ambiental (¿?) en el automovilismo, sino que dichos cambios deben ser normativas que complementen mas no definan una categoría. 

El Mini no tan mini junto al Mini de verdad.
Regresando a la mística del WRC, la clave para una categoría exitosa radica en el delicado equilibrio entre la fantasía (el auto de competición) y la realidad (el auto a la venta). Ambos tienen que compartir rasgos claves, ambos tienen que ser iconos y mitos dentro y fuera de la competición. Casualmente ninguno de los autos que han competido últimamente tienen ese carácter ni se mueven victoriosos en ese equilibrio. El Citroën DS3 es un auto hermoso, pero nadie piensa en rally cuando ve uno en la calle. El Volkswagen Polo aún solo levanta bostezos. El Mini Countryman (oficialmente conocido como Mini John Cooper Works WRC) es tal vez el Mini más odiado por los aficionados que aún recuerdan el pedigrí rallysta de los británicos. Y el Ford Fiesta nunca supo capitalizar la competición en una imagen deportiva en las calles. 

Los últimos autos que cumplieron ese requisito de ser iconos fuera y dentro del WRC son casualmente dos sedanes japoneses, el Subaru Impreza y el Mitsubishi Lancer. Tanto así que  8 y 12 años después de sus últimas victorias en el WRC respectivamente, siguen siendo iconos del rally en nuestros días, por encima de los laureadísimos Citroën Xsara/C4/DS3. Y es que a diferencia de los descafeinados autos que compiten en el WRC, el Impreza STI y Lancer Evo, versiones de calle a la venta, eran unos autos salvajes, con todo el ADN de competición intacto. Su rendimiento podía dejar mal parado a Ferraris y Lamborghinis que cuestan hasta 10 veces más que los confiables compactos japoneses. Los turbocargadores instalados y el sistema de tracción total era acompañado de aditamentos estéticos como rines especiales, spoilers, alerones, entradas y salidas de aire, asientos de competición y un sinfín de detalles. Es casi imposible imaginar un Impreza STI que no sea azul con rines dorados o un Lancer que no sea escarlata, colores casi calcados de las libreas que los arroparon en sus más cándidas victorias. Incluso los dueños de las versiones más básicas se apropiaron del encanto de los Impreza y Lancer de WRC, elevándolos a un estrato mucho más alto entre sus competidores en el mercado familiar.


Una de las últimas leyendas del rally: el Impreza.
Y la historia de Subaru y Mitsubishi no fue nueva. Los Delta y Stratos de Lancia, el 205 Turbo 16 de Peugeot, el 5 Turbo de Renault, el Quattro de Audi, el Escort RS Cosworth de Ford, o incluso el tímido y poco exitoso MG Metro. Todos tenían ese halo de locura, de mística, pero al mismo tiempo, de terrenalidad, de mundanidad y de asequibilidad. Aún se ven a fanáticos luciendo con orgullo las indumentarias de Martini Racing Rally, el azul de Subaru o las multicolores líneas del Peugeot 205 Turbo 16. Pero pocos se atreven a ponerse la camiseta de un Citroën chic-urbano con un primo lejano que gana campeonatos en carreteras destapadas. Y es poco probable que los dueños de un frugal Volkswagen Polo sientan un especial orgullo por lo que un tal Sébastien Ogier está haciendo en un auto que se parece al que tienen en su garaje. Y tampoco creo que los poseedores de un Hyundai i20 sepan siquiera que un auto similar al suyo participará en la segunda categoría más importante del automovilismo mundial. Y ni qué decir de los entusiastas y puristas de Mini, quienes ya de por sí consideran el Countryman como una mala idea, y anhelaban ver al clásico Mini recordando las hazañas de su predecesor inspirador Morris Mini Cooper. 

La FIA mató a la estrella de rally, o por lo menos la está hiriendo gravemente. Y la clave para revivir al paciente no está en jubilar a Loeb, en bajar la cilindrada ni los presupuestos, ni en llevar el WRC a oriente medio y China. Ni siquiera una dosis de Red Bull Media (actuales dueños de los derechos comerciales del WRC) podrá salvar al WRC. Todo está en los carros. El WRC necesita nuevas leyendas.

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